viernes, 25 de octubre de 2013

La llamaron fría. Ignorantes de que el hielo quema.

Entró a clase con una sensación de limpieza en el cuerpo. Entró segura, con la vista al frente y la expresión fría. Todos la contemplaron. Siempre lo hacían: ellas deseando algún día mirarse al espejo y verse como ella, ellos lamentándose de no poder nunca llegar a ser suficientes para alguien como ella.
Sus ojos del color del hielo se clavaron sin remordimiento sobre el profesor que se sentaba en frente suyo. El color se amenizó al verano cuando dirigió la mirada a sus amigas.
Ella era alta. Ella era preciosa de verdad: era como un invierno en el que tienes una buena manta, en el que sientes que nada puede ir mejor. Pero también era como caerse en la nieve: daba una sensación tan sumamente fría, que llegaba a quemar.
Era de las chicas más guapas del mundo. Todos siempre quedaban rotos por su belleza. De hecho, todos pensaban que algún día ella y su cuerpo perfecto llegarían a una revista de Vogue.
Mientras se sentaba, ella pensaba en lo desgraciada que era. Ella se imaginaba complejos. Ella creía ser de una manera.
Ella lloraba, ella estaba perdida. Ella se había roto una y otra vez y no como esas muñecas de cerámica, sino como se desgarra una revista por no poder ser la chica de la portada.
Ella era tan espontánea como el cabello salvaje del color del sol que se apoderaba ondulado hacia el suelo. Su manera de ser feliz era la locura. Su manera de ser feliz era un grito. Su manera de ser feliz era reírse hasta llorar, llorar hasta reírse.
A ella le encantaba leer, le encantaba las fantasías que la vida real nunca le daría. Le encantaban las locuras.

Ella podía volar con los pies en el suelo, ella podía soñar, destruir, gritar, reír, llorar.

Y es que ella podía ir de cero a cien en apenas unos segundos.

Pero también de cien a cero en menos segundos todavía.

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