sábado, 30 de noviembre de 2013

Espejos malditos.

La miré pensando si una persona en el mundo entero podría ser más despreciable. Después la examiné. Esos ojos azules tan perdidos y eso que solo estaban reflejándose. Esos labios gruesos y esa nariz tan pequeña rodeada de las malditas pecas invernales que contrarrestaban algo de lo malo de aquel rostro. El pelo rojizo que bajaba y bajaba hasta perderse en la oscuridad.
¿Quién era esa persona? Yo no era así. Yo no tenía ese maldito brazo. Me subí el camisón y la miré. Llena de rajas que se metían dentro de su cuerpo en intentos fallidos de dejarla sin vida. Y ojalá que estuviese muerta. ¡Ojalá!
Sonreí y la miré. Hasta su sonrisa era fea. Y me puse a llorar. Llorando estaba peor todavía.
La miré un instante más antes de cerrar los ojos y romper el maldito espejo en el que ella estaba encerrada. Vi como las láminas del espejo se dividían en miles de pedazos y se rompían hasta que mi reflejo desaparecía.
Llena de sangre, me tumbé en el suelo. Y todo a mi alrededor se desvaneció.
Yo la quería. Yo quería a la maldita chica del espejo.

viernes, 15 de noviembre de 2013

Amor sin rumbo.

Yo estaba sentada en el coche, intentando bajar todo lo que había subido mientras el humo salía de mí sin remedio.
Nos habían echado de aquel local, y tú estabas lo suficiente ebrio como para llevarnos a esa gasolinera. Antes me habías dado el que sería nuestro último beso, y me habías llevado en tus brazos al coche, mientras los dos reíamos.
Es cierto que nos moríamos. Hacía meses que la policía nos buscaba, pero a ti te daba igual. A mí no, me odiaba por haberte roto más de lo que ya estabas. Y ya es decir.
Viniste corriendo al coche, cogiste mi cigarrillo y tomaste una calada antes de arrancar el coche.
Arrancaste y nos perdimos en la oscuridad de la noche. ¿Dónde estábamos? Yo lo sé.
En una carretera, tan vacía como tu corazón, en cualquier lugar del mundo.


Y perdiéndonos a nosotros mismos.

viernes, 8 de noviembre de 2013

Caminos solos como el alma que se apoderó de ella.

El crujido de una hoja sonó a la vez que el mechero, que sostenía con una mano y resguardaba con la otra, prendía intentando que no fuese apagado por el frío. Qué ironía, cuando su llama se había consumido hace tanto tiempo, y nadie había vuelto a intentar encenderla.
Era pelirroja con pequeñas gotas de sangre sobre su nariz y debajo de los ojos. Su tez era tan pálida como la nieve que ella solía desear.
Estaba sola en el enorme parque. Tomó una calada y la soltó con placer. Aunque de todas maneras, ella ya sabía que ese vacío no lo podía llenar aquel humo.
Alguna vez le habían dicho que se estaba matando, y ya no sabía si en realidad eso era lo que ella quería. Con cada calada se acercaba más al fin del dolor. Y tras cada calada la soledad y la locura se apoderaban de ella.
Llevaba un vestido rojo, y una enorme chaqueta de cuero que intentaba llevarse el frío que él le había dado.
A cada día que pasaba, el otoño se iba haciendo más frío y se acercaba su queridísimo invierno.
Se empezó a columpiar poco a poco, pendiente de que el cigarrillo que agarraba con desesperación no se cayese. Cuanto más alto se columpiaba, más sentía el frío en las piernas, y en el dolor.
Se cayó del columpio y se empezó a reír.
Cogió otro cigarrillo y se puso a llorar. Echó el humo con rabia.
Y es que él la había abandonado. Y es que él la había dejado allí sola con todo ese desastre.

¿Y qué le quedaba? Solo esos malditos cigarrillos que la alejaban de la vida y la chaqueta de cuero que se dejó él aquel día en su casa.