viernes, 13 de diciembre de 2013

Vuelos en destrozos.

Caminaba por la vacía calle, tan llena de gente como siempre. Oía gritos, música, conversaciones, todo a la vez y sentía que mi cabeza iba a volar en pedazos.
Llegué a la puerta del teatro y lo busqué con la mirada. Ahí estaba, con su maldito cigarrillo y su maldita chaqueta de cuero. Rompiéndome la vida.
Lo miré. Lo miré con fuerza, con odio, con todo lo que sentía en ese momento. Él me había hecho así.
-Que te follen.-dije mientras venían océanos a mis ojos. Pero no dejé que se escapara ni una sola lágrima. Me sentía fuerte.
-¿Qué?
¿Cómo se atrevía? 
Le pegué un puñetazo con toda la fuerza que pude. Le clavé las articulaciones de las falanges. Y vi cómo la mejilla le empezaba a llorar rojizo. Entonces me dí media vuelta y me perdí en la masa de gente, ruido, gritos, vueltas.
Ella me esperaba en la puerta de aquel local. Entré con ella.
Olvidando como olvidaban.
Muriendo como morían.

A la mañana siguiente, me levanté siguiendo el plan que no sabía cuando había empezado. Pegué un último trago a la botella que estaba encima de la cama. Salí a dedicarle una última sonrisa a mi madre. Se la merecía. Por lo menos eso. Volví a mi habitación.
Salí a mi pequeño balcón que se alejaba nueve pisos del suelo. Me subí al borde y me puse de pie.
-Que te follen a ti también-susurré al aire que cazó mis palabras, mis últimas palabras, en vapor.
Extendí los brazos y sentí como el frío invernal entraba en mi camisón. Respiré profundo. 
Y volé. Como habíamos prometido. Como había quemado su promesa hasta consumirla como a mí.
Y volé. Sabiendo que en en unos segundos estaría más rota que nunca.