martes, 15 de abril de 2014

¿Qué día no he muerto?

Habían pasado los meses más rápido que las lágrimas, los gritos, la nostalgia, la oscuridad, las canciones, los recuerdos, el dolor, el esperar. Tenía la costumbre de esperar en aquel banco todos los domingos por la mañana a que él pasase sin sonrisas, sin saludos, sin miradas.
Aquella mañana no estuve en aquel banco rodeado de graffitis, de cafés derramados, de esquinas para secar lágrimas, de personas vacías intentando vaciar a personas llenas de dolor, y dónde el aire enfriaba en vapor los suspiros más rápido de lo imaginable.
Porque aquella mañana, mientras me dirigía a aquel banco, nos quedamos parados de frente. Y abriste los ojos un poco más. Y me ahogué. No en un océano. Ni en un mar. En un café que ardía.
Y yo solo pude echar una bocanada de soledad, que se evaporó rápidamente, a pesar de que quedaban pocos días para verano.
Entonces, corrí. Y corrí, corrí, y tú detrás mío.
Llegué allí, me abrieron la puerta, y me lancé al humo, la luz tenue, las personas llenas de humo vacío, y las sábanas. Y tu olor. Y tu todo. Y ese era nuestro problema. Correr, llorar, huir, llorar, mirarnos, no mirarnos, estar perdidos, no dejar encontrarnos, fingir vivir, morir, sonreír, llorar, explotar.

Ese era nuestro problema, nuestro maldito problema: la muerte como forma de vida.

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