viernes, 8 de noviembre de 2013

Caminos solos como el alma que se apoderó de ella.

El crujido de una hoja sonó a la vez que el mechero, que sostenía con una mano y resguardaba con la otra, prendía intentando que no fuese apagado por el frío. Qué ironía, cuando su llama se había consumido hace tanto tiempo, y nadie había vuelto a intentar encenderla.
Era pelirroja con pequeñas gotas de sangre sobre su nariz y debajo de los ojos. Su tez era tan pálida como la nieve que ella solía desear.
Estaba sola en el enorme parque. Tomó una calada y la soltó con placer. Aunque de todas maneras, ella ya sabía que ese vacío no lo podía llenar aquel humo.
Alguna vez le habían dicho que se estaba matando, y ya no sabía si en realidad eso era lo que ella quería. Con cada calada se acercaba más al fin del dolor. Y tras cada calada la soledad y la locura se apoderaban de ella.
Llevaba un vestido rojo, y una enorme chaqueta de cuero que intentaba llevarse el frío que él le había dado.
A cada día que pasaba, el otoño se iba haciendo más frío y se acercaba su queridísimo invierno.
Se empezó a columpiar poco a poco, pendiente de que el cigarrillo que agarraba con desesperación no se cayese. Cuanto más alto se columpiaba, más sentía el frío en las piernas, y en el dolor.
Se cayó del columpio y se empezó a reír.
Cogió otro cigarrillo y se puso a llorar. Echó el humo con rabia.
Y es que él la había abandonado. Y es que él la había dejado allí sola con todo ese desastre.

¿Y qué le quedaba? Solo esos malditos cigarrillos que la alejaban de la vida y la chaqueta de cuero que se dejó él aquel día en su casa.

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